John con un fusil en la mochila

De José Manuel Molina

 

Cogió su fusil y disparó la palabra, impactando en las mentes cerradas, vacías, sin alma, que, cuando pueden, se evaden hacia mundos insólitos. El dueño del fusil era capaz de ir allí y regresar sano y salvo, pues sabe pensar y reflexionar sin que su mente quede hecha trizas por los lamentos del contexto en el que le tocó vivir. El resto de individuos observaban atentos su andar, su caminata. Mientras, las nubes negras, que solían permanecer en lo más alto, esperaban a que aquel señor pasara para, así, poder lanzar la lluvia contra él, intentando destruir su alma, que había resistido todas las desidias del mundo pensante y coherente. ¿Qué se necesita? Solo una idea y la palabra. A partir de ahí, todo llega.

 

En cuanto la masa, que en realidad es un conjunto de individuos que actúan solos en el mundo, se disperse hacia las orillas del abismo, John cogerá su fusil y disparará ideas contra ellos, que estarán empezando a darse cuenta de que no necesitan tanto para tenerlo todo, solo una pizca de verdad desde una visión rebelde pero feliz al mismo tiempo. Si no, solo quedaría el amargor en nuestra sangre, y eso no lo quiere nadie, o, por lo menos, nadie debería quererlo, por mucha necesidad de afán de pobreza existencial que requiera. Después de la idea, llegó la palabra. Esta se hizo paso con gran fervor entre la multitud, que esperaba a un líder, un soberano, una persona astuta que pusiera los puntos sobre las íes, que llenara de ilusión a la muchedumbre, que estaba repleta de podredumbre, pues tantos años de lumbre en sus carnes habían dejado calcinadas sus ganas de volar, que estaban intentando salir para respirar el aire limpio que sale desde la montaña, una montaña grande que contempla, sin hacer alusión a ninguna serie animada, a un pueblo que se mata por saber quién es el más prestigioso, el más guapo, el más listo, el más alto… 

 

Cambio de tercio. Ahora me dirijo a ti, lector, que pasas horas y horas delante de la pantalla de un móvil o de un ordenador esperando a que ocurra algo insólito en tu vida, algo inimaginable. Que ya lo sé, que te montas tus historias, que crees que eres el protagonista de la película y que, por lo tanto, todo gira en torno a tu persona. Acabo de definirte. Lo he hecho porque me apetecía, no busques otra explicación, gracias. Tampoco le busques sentido a los dos primeros párrafos de este texto porque no lo tienen. Lo único que necesito es que fluyas con el texto. Hazme ese favor y sé partidario de mi propia evasión. Las palabras que ves están saliendo solas, casi a la misma velocidad a la que estás leyendo este artículo. Te pido que disfrutes y que continúes. No hagas fuerza con la mente para buscar una finalidad o un mensaje encubierto en este artículo. No reflexiones, tampoco te lo pido. Solo lee. Sumérgete entre las palabras como si no fueras a salir de ellas jamás. Ponte una buena canción de fondo. Algo de música clásica o la banda sonora de una película de culto. Siempre ayudan a relajarte y a disfrutar. Sin gastar energía. Yo, ahora mismo, mientras escribo esto que parece que sigues leyendo, estoy escuchando “Claro de Luna”, de Beethoven. Me tranquiliza y me hace alejarme por un momento de la realidad. Huyo de la miseria humana, de la destrucción, de la guerra que veo por la televisión, de las mentes vacías, de las personas sin alma, de la falta de verdad y del imperio de la mentira. Mira, ¿no me ves? Estoy flotando en tu habitación. Voy deprisa, como si hubiera sido disparado por una escopeta. Qué bonito. La inmensidad del tiempo. Parece que todo acaba. El único que se libra es el tiempo, pues es eterno, o eso parece al menos. Te imaginas que el tiempo no existiera. Si el tiempo no existe, la vida tampoco. Esta solo puede desarrollarse en un lugar. Y ese lugar es, sin duda, el tiempo. 

Qué maravillosos son los lugares, tanto los físicos como los imaginarios. El tiempo es imaginario, así que tampoco puedo afirmar su existencia en este mundo porque no lo he visto jamás. Por esa regla de tres, debería empezar a negar la existencia de cosas como la paz, la buena fe humana, los valores o, incluso, el propio Dios.  Pero creo que es hora de acabar y de regresar. Ya está bien por hoy. ¡Me voy a la realidad! ¿Ves? Estoy bien. Acabo de llegar de un mundo insólito y no me ha pasado nada. Soy un gran viajero. ¿Llevo todo en la mochila? Sí, no se me ha olvidado nada, aunque, si se me olvidara algo, me daría igual. Ya no tengo nada que perder. Lo único que me queda es mi propia persona y este viejo fusil que guardo en mi propia mochila. Fusil, no me faltes nunca, enserio te lo digo. No te entretengo más, ya es hora de dormir. ¡Ah! ¡Espera! Se me ha olvidado presentarme. Me llamo John, encantado de conocerte.

0 comentarios

Examen

De Ramón Castro

 

Entre aburrida y cansada, con un toque de inseguridad y la ausencia completa de esperanza. No tiene nombre, pero es una buena aproximación de la cara de alguien que hace un examen sin estar muy convencido de lo que escribe. Es el examen inverso. El mismo que comienzas por la pregunta tercera, dejando un espacio razonable para las cuestiones primera y segunda y que esperas completar tan pronto como acabes con lo que sí recuerdas. Una frase más, para convencerlo, te dices a ti mismo mientras animas al bolígrafo a llegar hasta el borde del folio. Venga, vamos, escribe, maldito Pilot. Al paso que va dejando caer su tinta azul, te acuerdas de aquel día en el que todo lo sabías. O del colegio, donde el cuento era otra cosa, donde el lápiz era siempre protagonista de momentos gloriosos. Y deambulas por aquellos recreos en aquel patio, volviendo a oler a goma Milán, a escuchar el sonido de la comba azotar el cemento una y otra vez, a tener el pelo de la cabeza empapado de sudor porque has corrido detrás de todos los balones del mundo. Joder, eso sí que me gustaba.

 

Afortunadamente, el Pilot sigue su marcha. Poco a poco, va consiguiendo completar los huecos. Las frases son recurrentes, las palabras dicen lo mismo de varias formas pero consigues inundar todo lo de blanco. Tiene que tragárselo, piensas. Yo lo haría ¿Qué más le dará? Lo miras. Está ahí, a lo suyo, sin empatía alguna por su parte. Le damos igual. Cuando sea mayor, no seré así. Ahora que me mira, vuelvo a chequear el trabajo de mi Pilot. Me falta el nombre. Ha quedado bien. Total, para lo que había estudiado.

0 comentarios

El viejo J1407

Leer más 0 comentarios

Y que se le acabó el salfumán

De Ramón Castro

 

Vivo en un desagüe. Hace años me atreví a asomar la cabeza y fue entonces cuando pude saber que vivo en un desagüe de lavabo. Sé que no es gran cosa, que los hay mejores, incluso menos húmedos y fríos, pero esta es mi casa y todos los días intento mantenerla limpia de impurezas. Las horas difíciles son las de la mañana, a eso de las siete y media, cuando el ser abominable que habita el mundo exterior vierte sus desechos sobre mí. Cuando escucho sus pasos, me pego a una de las paredes y evito ser arrastrado por la corriente de agua que cae desde el techo de metal agujereado. Otras veces, si hay suerte, el ser expía sus culpas en el lavabo de al lado, deshabitado desde que yo tengo uso de razón.

Leer más 0 comentarios

Bajo el manto del olvido

Leer más 0 comentarios

Ecos del desván

De José Manuel Molina

 

Soñaba con regresar a aquellos tiempos en los que la inocencia reinaba. Cuando sonaban las campanas que anunciaban la media noche, los anhelos aterrizaban en su mente, despertando fuertes luces de nostalgia y añoranza por aquel pasado insigne. Mientras su aliento, parecido a la brisa que surge de una ventana entreabierta, salía por el orificio de sus labios, el cuerpo del sujeto reposaba en la cama, esperando a que aquel aluvión de deseos cesara. No lo hizo.

 

Los juguetes ya no estaban esparcidos por su habitación como antaño. Ahora se encontraban arriba, encerrados en una cámara escondida en el desván de su hogar. Probablemente, aquellos cachivaches eran modelos ideales para él y para muchos otros niños que vivían en diferentes partes del mundo. Uno de ellos tenía grabado un escudo en forma de pentágono sobre el pecho, mientras que otro, bajo su negra capa, dejaba entrever un murciélago adherido a los tejidos grises que cubrían el plástico del que estaba fabricado. Las figuras se organizaban en escala. Primero, las más grandes. Luego, las medianas. Y, por último, las más pequeñas. Sin duda, las favoritas de él eran las medianas, ya que eran más bonitas y, por supuesto, más fáciles de manejar. 

 

Los juguetes estaban vacíos, pero ya se encargaba él de darles forma, proporcionando a cada uno de ellos un papel para la función que iban a representar. El de la capa negra será el héroe oscuro, valiente y luchador, mientras que el otro, el del traje verde y morado, será el malvado villano que ha secuestrado a la chica. Los clichés eran evidentes. Pero lo importante era la evasión del mundo cotidiano. Un mundo donde no había modelos de referencia. Los únicos referentes se encontraban en las palmas de las manos de los niños y en la ficción de la televisión y del cine.

 

Por desgracia, a medida que el niño cumplía años, sus referentes tradicionales se esfumaban y se convertían en personas reales de carne y hueso. La realidad empezaba inundar su mente y su espíritu. Los ejemplos a seguir eran seres grotescos y despiadados, pero, de una forma u otra, los niños, que se habían convertido en adultos, los adoraban e idolatraban obedientemente. 

 

Ahora, impregnado por la negatividad de lo real, ansiaba regresar y retomar sus modelos del pasado. El problema es que esto solo lo podía hacer en sueños. En el momento en el que se despertaba, la realidad, con gran fuerza, le golpeaba en la cara. Esa realidad le obligaba a seguir a aquellos referentes infames y desalmados. 

 

Por suerte, queda el recuerdo. El recuerdo de un niño que, con gran imaginación, soñaba con salvar al mundo y acabar con los villanos que secuestraban a la chica. Recuerdos que vienen cada vez que sube al desván de su casa. Recuerdos que aparecen cuando los sueños deciden jugar con el pasado.

0 comentarios

La tienda de ropa infantil

De Ramón Castro

 

Dan las ocho y media de la tarde y Sara echa el cierre. No pasaron de cinco los clientes que llegó a contar a lo largo del día. El negocio de ropa infantil no da para más, a pesar de estar en la plaza, frente a la administración de Lotería. Él sí, el lotero no da abasto. Sara se quedó con la tienda de sus padres, de toda la vida. Él, en cambio, se adjudicó la administración. Ese fue el acuerdo. Los niños, así, estarían con los dos y apenas notarían el cambio. Cuando Sara se gira, tras cerrar la puerta, él la está mirando. Lo puede ver, parapetado tras el ojo de buey abierto en el doble cristal que lo separa de los clientes. Solo aprecia sus gafas y esos grandes ojos, mirándola. Como la miraba antes, como lo hizo siempre. Como lo hace todas las tardes, cada vez que expide un billete de la primitiva.

 

Sara camina hacia casa, sabiendo que esos ojos escudriñan su alma, solamente para comprobar que ya lo saben todo de ella. Los niños ya crecieron y se fueron. Cuando vuelven, lo hacen con sus problemas y lo demás son cosas de mamá y papá. Sara piensa a menudo en la suerte y en sus caprichos. Esas gafas que ve tras el ojo de buey se la roban día tras día para regalarla a los abonados del Euromillón. Además de las gafas y de los ojos, Sara ve esa sonrisa horrible.

 

Esta mañana se ha quedado de piedra al mirar por el ojo de buey. La suerte se traspasa y el negocio de Sara, también. Es una famosa franquicia de supermercados la que alquila el local de la vieja tienda de ropa infantil. El encargado, Juan, echa todas las semanas la primitiva justo en la administración que hay enfrente y, cuando llega a casa, le cuenta a su mujer que esta semana sí que toca porque siempre le vende el boleto el lotero más antipático que jamás conoció.

0 comentarios

El paraguas

De Ramón Castro

 

Vicente acaba de salir de casa con su paraguas. De acuerdo con que estamos en mayo, a veintisiete grados, sin nubes y con previsiones de seco. Pero qué sería de Vicente sin su paraguas. Él dice que le ayuda a pensar cuando camina de vuelta, venga de donde venga. Sostenerlo en una de sus manos le ha proporcionado constancia y determinación. Concentrado, en un día soleado, mantenerlo sobre su cabeza ignorando las risas del público, le hace disfrutar de otros mundos, propios, íntimos, alejados de otra forma, cercanos cuando su empeño aprieta con fuerza el mango negro. Vicente confiesa que ve la vida de la manera correcta cuando enfoca los problemas adecuadamente. Y para eso necesita de un paraguas que le proteja de los necios, de los falsos poetas, de los ostentadores de la verdad, de los desagradecidos, de los celosos, de los acomodados, de los sabios que no saben, de los listos que se ven venir, de los manipuladores que extraviaron la llave inglesa, de los que perdieron el pelo mucho después de perder la vergüenza, de los falsos argumentos, de los que aspiran a calar algún día el paraguas de Vicente, a sabiendas de que nada útil los caló a ellos jamás. Por todo eso, Vicente siempre camina con su maravilloso paraguas, venga de donde venga, vaya a donde quiera que vaya.

0 comentarios

Noches de destierro nocturno

De José Manuel Molina

 

La niebla invadía las calles. Todo estaba oscuro. Caminábamos despacio y aturdidos porque aquel manto blanco tapaba cualquier atisbo de visibilidad. Sólo podíamos percibir el leve resplandor de las luces de Navidad. El silencio era asombroso. Escuchábamos nuestros propios pasos como si un objeto pesado cayera con gran vehemencia al suelo. No hablábamos. El silencio era precioso, no había motivos para hacerlo desaparecer. Disfrutar de aquella paz habría sido inimaginable en otro lugar. Allí había algo mágico, algo especial.

Leer más 0 comentarios

Las impresoras

De Ramón Castro

 

El lunes dejó de funcionar la impresora y estamos a jueves. Han vuelto a contratar a Paquita, a Consuelo y a María Dolores. Las tres suman la edad del planeta solamente en trienios. Han tomado posiciones esta mañana, echando de su sitio a Miguel. Dicen que ellas se sentaban ahí y que cómo se ha echado a perder todo. Que donde antes cabían tres ahora es el sitio de uno y encima se queja. Nada más sentarse juntas, han tirado el monitor a la papelera, se han descojonado de las fotos chorras que tiene Miguel de sus viajes a Cuba y han colocado sus máquinas de escribir. Miguel ha hecho ademán de acercarse para lanzarles algún que otro improperio y ha resultado herido tras impactar en su cabeza el teléfono antiguo que han traído, junto con las olivetti. Instaladas ya, han comenzado a copiar documentos, facturas, albaranes, notas de entrega, cartas comerciales, los sudokus del conserje, la lista de la compra de la madre de Alberto, el calendario de la Champions, el rencor de los don nadie, las aventuras de Tom Sawyer, para el nene de Damián y hasta los calcetines de Spiderman de la nena de Luis. “A nosotras las impresoras 3D. Amos, amos”, gritaban mientras daban los últimos pespuntes a la máscara del superhéroe.

 

Cuando ha llegado el técnico de la impresora, Lola nos ha llamado y nos ha dicho que nos lo llevemos al bar. A cuenta de la empresa lo de él y lo nuestro. Que ya volvamos mañana. De momento, no interesa arreglar esa máquina, teniendo a estas tres que todo lo copian, todo lo imprimen, todo lo bordan y todo lo fabrican. Dice Ernesto, despechado, que ahora le están imprimiendo un corazón nuevo a Lola. Uno a su medida, suponemos. Aviado va el tal Ernesto. ¡¡¡¡¡¡Pon otra vuelta, Pepe, que paga la empresa!!!!!!

0 comentarios

Juventud política

De José Manuel Molina

 

Había una vez un señor de pelo largo que trajo la ilusión a aquellos que se encontraban vacíos y sin espíritu. Conocía los misterios más sencillos del mundo. En realidad, todos conocíamos aquellos hechos intrigantes, pero necesitábamos a alguien que nos los recordara en voz alta. Eso nos haría sentir mejor. 

Leer más 0 comentarios

La La Land, o cómo no juzgar un libro por su portada

Leer más 2 comentarios

Pies

Tengo los pies helados. Deben estar debajo de mis tobillos, porque de alguna manera puedo caminar. Si cierro los ojos, no están. Huyeron esta mañana, justo al bajar de la cama, cuando fui a pisar el suelo. La culpa, de las zapatillas de andar por casa, que han pasado la noche en el zapatero, haciendo el amor con los naúticos de verano, apasionadamente. Los escuché durante horas, hasta que pude quedarme dormido, harto de sus risas y juegos. Mis pies son los que ahora pagan la factura de tanto deseo. Celosos, furiosos, despechados, intentaron abrir la puerta de su nido de amor, sin éxito. Agotados, acabaron tendidos sobre el suelo de la habitación, desnudos y exhaustos. Es tanta su desesperación que no quieren nada. Ni el mejor par de mis calcetines ha podido consolarlos a primera hora. Siguen fríos, a pesar de las bolitas de lana. Los he calzado con unas botas de invierno, que una vez pisaron aposta a uno de los naúticos, al izquierdo, creo. Ni con esas. Mis pies han perdido al amor de su vida y ahora no saben dónde pisar ni cómo.

0 comentarios

Esos maltratados

De Ramón Castro

 

Admiten casi cualquier cosa, siempre que los maltrates. Desde luego, bien cuidados, no valen para lo que son. Lo normal, si abusas de ellos, es que acaben destrozados y que, encima, les eches la culpa de tus desgracias, como cuando las madres legendarias decían aquello de te está bien empleao, no llores que te doy más. De esas ya quedan pocas, las nuestras y alguna que otra que se hartó de moderna. De los padres, mejor no hablar. Me quedo con los de antes y alguno que otro que se hartó de moderno. A lo que iba, que les cabe de tó, que a veces, de un año para otro, te dan alguna sorpresa económica y que, sin ellos, a ver dónde pijo íbamos a meter las llaves, el móvil, la cartera, el ticket del parking, el clic de famobil del niño, la tarjeta del Leroy, la servilleta de los mocos, el inhalador para el asma, la cita con la fisio, el teléfono y dirección del último novio de la niña, el euro con veintisiete que me devolvió el frutero de buena mañana, los kilómetros del próximo cambio de aceite, las gafas de ver de cerca, la tuerca que encaja con los tornillos que tengo que comprar en la ferretería, el muñequito del huevo kinder, la invitación de aquella rubia para la hora feliz del pub de la esquina, el cumpleaños de la mujer, el de los niños, el de la suegra repetido, el tuyo no, que ese te lo sabes, el último recibo del gimnasio y el nick del chat. Hasta ahí, que hace años llevabas las chapas, el trompo, las canicas, los tapones y algún jugador del subbuteo, sin olvidar el pañuelo de los mocos, perenne. Es lo que tienen los bolsillos.

0 comentarios

Moles, Celquisio, Fengaro y Guiperto

De Ramón Castro

 

Moles está de vuelta. Estos días estuvo en casa de Celquisio arreglándole la cocina. No es que Moles sea apañado. Es que, antes de andar por aquí cerrando balances, se ganó la vida instalando encimeras y algún que otro cacerolero, de esos que deslizan tan bien, despacito y sin un ruido. Celquisio sigue viviendo en el mismo apartamento. No se ha cambiado ni mucho menos se ha comprado otro. Pero la semana pasada marchó de casa sin apagar la vitro y cuando volvió de comprar del venticuatro, tenía más de un problema. Moles no dudó en irse con él, no sin antes consultarlo con Fengaro. No puso reparos. Así, pensó Fengaro, descanso de Moles y de sus dietas agresivas basadas en carnes de seres vivos asesinados. Fengaro, vegano sensibilizado con el paradigma del desarrollo sostenible, pudo volver durante una semana a respirar entre verdes, ver rojos tomates, pimientos en asadillo, acariciar esas coles que tanto detesta Moles y comer sin compasión de lo que la madre Tierra nos regala sin pedir nada a cambio. Con Moles tan cerca de Celquisio, no dudó Guiperto en acercarse a ver a Fengaro. Así, con una mano apoyada en el marco de la puerta y la otra en uno de los bolsillos de sus chinos, lució su gran sonrisa, esperando algo más que un pasa de quien fue, durante tantos años, el amor de su vida. Fengaro, aunque lúcido, se encontraba en estadios desconocidos, seguramente por la inusual vuelta a sus costumbres veganas. Extasiados, recordaron, él y Guiperto, viejas recetas donde casi todo menos la sal y el agua estaba prohibido. Respetaron a Madre y bebieron vino durante días, mientras Moles encajaba las guías de las cajoneras al tiempo que escuchaba el chisporroteo de un solomillo apenas pasado por el calor de la nueva vitro que Celquisio había adquirido por ser el último grito en cocinas indestructibles. De esta guisa anduvieron los cuatro, acuchillando carnes y cortando a juliana vegetales que, de haberlos dejado vivos, hubieran traspasado su energía vital de Madre a Animal, para acabar, de un modo u otro, volviendo a ser alimento para una tierra cansada de dar, rotada en barbecho, explotada y pateada, incluso cimentada en los años que fueron del 2000 al 2007. Celquisio ha aparecido hace unos instantes por la oficina. Lleva el uniforme, bonito, limpio, azul. Con esas medallas tan bonitas, parece un marinerito aunque por sus ojos, más bien se adivina un lobo que busca terminar de comerse a Moles mientras Guiperto y Fengaro han pedido unos días de baja para encontrarse de nuevo en el huerto que nunca debieron abandonar.

0 comentarios

Niebla

De Ramón Castro


La niebla los había acompañado durante todo el día. Cada vez que miraban por la ventana, ésta los invitaba a quedarse. De pie, se buscaron a pie de calle, en la terraza del cuarto piso, en medio de aquel paso de peatones o debajo de la marquesina de la línea tres. Se sabían allí, más cerca de lo que pensaban aunque no podían verse. Tal vez, pensó él, no estaban utilizando los sentidos adecuados. La humedad alteraba el tacto y camuflaba los olores. La niebla impedía que sus ojos se encontraran. Fue entonces cuando calló y encontró algo más que el silencio. Halló sus pasos. Los escuchó por primera vez y ya no dejó de sentir su ritmo. Aquellos eran sus tacones, solitarios, juntos, caminando hacia él en mitad de la niebla. Se quedó parado esperándola, intentando adivinar el momento en el que ella estuviera tan cerca que fuera imposible no verla, olerla, tocarla. Apareció de la nada, al tiempo que sus tacones se detenían, haciéndole saber que ella acababa de encontrar lo que buscaba. Al fin, pensó él, nos tenemos delante, después de permanecer medio perdidos en mitad de todo esto. Como la niebla, que deja advertir el sol que ella misma quiere esconder, para que uno sepa que sigue ahí, aunque conseguirlo parezca inalcanzable. No dejaron de mirarse, a pesar de la niebla. Se tocaron sin decirse nada. Podían olerse. Al separarse, él volvió a escuchar sus tacones alejarse, llevándose consigo su olor. Cerró los ojos e imaginó un día sin niebla.

4 comentarios

Yo sí que sé

De Ramón Castro

 

Aquello tiene que ser una bruja. No acierto a verle los ojos y sé que me moriría de miedo si, de repente, éstos comenzaran a brillar en la oscuridad o se aparecieran encarnados en sangre. Pero es una bruja. Segura estoy. Distingo perfectamente el pico del sombrero, levemente inclinado hacia la derecha. Incluso atino a reconocer varios cabellos rebeldes que asoman por detrás de ese cuello tan horrible. Seguro que tiene una nariz tremenda con una verruga espantosa cubierta con tres o cuatro pelos que podrían arañar a cualquiera. Casi puedo escuchar el aire entrar por esas troneras espesas y silbar al salir de entre sus dientes, largos y grandes, secos y viejos. Está sonriendo. Lo sé por la curva de su barbilla, alejada dos kilómetros de esa boca repugnante por la que no salen más que sapos y culebras. No sé si está sentada o en cuclillas, pero me espera. Sabe que la he descubierto, que la miro disimuladamente. La controlo. Gritaré en cuanto la vea moverse, en cuanto sus manos agarren la escoba que ha dejado apoyada en el armario, bloqueando la puerta para que yo no pueda escapar. Cierro los ojos muy despacio. No quiero que sepa que dejo de vigilarla. Tal vez ahora, cuando vuelva a abrirlos, se haya ido, tal vez se haya movido de su sitio o haya pensado que no merezco tanto esfuerzo, que hay presas más fáciles. Abro primero el ojo derecho, que me coge más a mano. Nada ha cambiado. No aguanto más. Quisiera tener fuerzas para encender la luz y gritarle fuerte pero es rápida, mucho más que yo. Seguro que se abalanzaría sobre mí antes de que alcanzase el interruptor. Mi corazón se acelera y reúno las fuerzas necesarias para gritar. Si lo consigo, sé que saldrá huyendo de aquí porque a las brujas no le gustan los papis ni tampoco las mamis. Solo les gustan las niñas como yo, que por eso está aquí. Sin pensarlo, grito todo lo fuerte que puedo y la luz se enciende. Es tarde ya. La bruja se ha ido, dejando justo en su lugar mi ropa amontonada sobre la silla. ¡Qué hábiles que son! No sé cómo lo hacen pero se montan en esas escobas que parecen un paraguas cerrado y salen pitando dando el cambiazo y dejándonos a los niños por mentirosos o, peor aún, por seres que no paran de imaginar cosas absurdas. Cuando yo sea mayor, las cazaré a todas porque yo sí que sé dónde y cómo aguardan agazapadas las brujas, en las habitaciones de las niñas, a que sea de noche y nada se mueva.

0 comentarios

Palabras encadenadas

De Rocío Moreno

 

Me pareció una idea interesante el preguntarle a distintas personas la primera palabra que se les pasase por la cabeza (palabras en negrita) para así juntar todas y cada una de ellas en un pequeño relato. Y este es el resultado:

Leer más 0 comentarios

Reposo

De Ramón Castro

 

El calor cesa de repente y la luz desaparece. Apenas unos segundos antes, sentía mi cuerpo quemarse y ahora me ahogo. El bochorno es insoportable. No puedo gritar. El agua que me rodeaba ya no está y lo poco que queda de ella asciende hacia algún sitio que no alcanzo a ver. Todo está oscuro. Mi piel se humedece y mi interior parece disolverse. Todo dentro de mí está mezclado, conjugado, amasado. Pierdo mis constantes vitales. Si alguna vez las tuve, no encuentro mi cabeza ni mis manos. Sigo sin ver. Hinchado, ahora soy de otro color. A ellos, a los cientos de compañeros que me rodean aquí, les ocurre lo mismo. Gritamos agitados por el miedo. Quietos, juntos, unos sobre otros, escucho a algunos buscar a sus amigos. Ya casi no hay aire y del cielo, oscuro, comienzan a caer gotas de agua. Abrasan. De repente, la luz. Respiramos. Sí. Ya pasaron. Somos otros, los mismos pero mejores. Tenemos sabor, cuerpo, olor y una inmensa capacidad para proporcionar placer si vamos en grupo. Ahora lo entiendo. Éramos algo sin vida dentro de una bolsa transparente y tan solo quince minutos han obrado el milagro. Quince minutos de reposo. Ahora somos mucho más que un puñado de cosas. Ahora somos paella.

0 comentarios

Ojos

De Ramón Castro

 

La cena no le había sentado bien. Pensó que quizá descansar en el sofá antes de subir a la cama le aliviaría pero termina despertándose a las dos de la madrugada. Está helado y un terrible ardor asciende intensamente por su pecho, desde el estómago. El sudor frío le provoca náuseas. Intenta moverse pero no puede. Tampoco escucha la televisión. Quiere apagarla aunque el mando a distancia no funciona. Inspira profundamente con la intención de introducir en su cuerpo algo de aire fresco que lo alivie. La tele se apaga sola, o eso le parece. A oscuras, escucha una melodía entrecortada. Cuando cesa, advierte que su ritmo cardíaco se ha acelerado. Es consciente de su respiración, arrítmica e intensa. Las náuseas siguen ahí, como la imposibilidad de moverse. A su izquierda, la puerta del salón se abre, volviendo a escuchar esa música, ahora más cerca. Su volumen aumenta al ritmo de unos pasos que se dirigen hacia él. Se detienen justo en la puerta. La melodía parece transformarse en un mensaje extraño que no termina de entender. Apenas puede ver. Gira su cabeza hacia la puerta. Quiere gritar, despertar si resulta finalmente que es un mal sueño. Su mirada, fija en el umbral, es incapaz de distinguir nada. El silencio se rompe cuando escucha una voz, justo al otro lado, a su derecha, sobre su nuca. Lentamente, se vuelve hacia ella, sintiendo en ese instante cómo se le escapa la vida. La ve irse de entre sus manos, sin que pueda retenerla. Y esos ojos delante de él. No hay boca, ni cara, ni siquiera una expresión. Solo unos ojos, fijos en él, que lo traspasan mientras él desesperado quiere gritar por lo que se aleja. Vuelve la melodía, la escucha al fondo, recorriendo el pasillo con su vida enredada en el sonido. Vuelve la luz y la señal de la televisión. La puerta del salón se cierra y los ojos desaparecen. Él se queda únicamente con su cuerpo helado y la mirada descarnada, de la que arrancaron la imagen de aquello que lo mató.

4 comentarios